jueves, 27 de junio de 2013

De paseo por el cementerio



Los martillazos de Ocampo rompen el silencio en el cementerio San Francisco Solano. A cuatro metros de altura, sobre la plataforma de una gran escalera metálica, destruye con decisión la pequeña pared que divide a Gabriel Leguizamón del mundo de los vivos.  Hoy, su descanso eterno en el nicho 954 se va a interrumpir, al menos por unas horas.

Estamos a la mitad de un interminable pasillo, rodeados por cientos de sepulturas distribuidas en muros de unos siete metros de alto. Algunas tienen fotos, otras sólo revoque y un número.

Desde el suelo, atentos, miran Billordo y Don Maldonado, quienes en breve ayudarán a Ocampo a bajar el ataúd. Este último tiene la cara redonda, vientre abultado y sus anchos brazos ahora están llenos de polvo. Con cada mazazo se desprenden los ladrillos que luego arroja a una carretilla que está sobre el piso, provocando un ruido estruendoso.

Ya con el paso libre, Ocampo y Maldonado retiran el féretro donde desde hace más de 27 años yace Leguizamón. Su hermano, a diez metros de distancia, mira atento. Es alto, de anteojos grandes y ojos hinchados. Está mal: su mamá falleció en Rosario hace pocas horas. Sus restos vienen en camino.  

Billordo sostiene desde el suelo el pesado féretro que con dificultad pasan desde arriba sus compañeros. El cajón luce bastante deteriorado: La madera no da más. Cuando están a punto de dejarlo en el piso, cae un pedazo del lado posterior del cajón.  Sólo eso.

Con facilidad, Billordo hace un hueco con sus manos en la ahora blanda tapa del ataúd, justo en donde deberían estar las piernas del muerto. Se percibe poco. Sólo se alcanza a ver una tela blanca amarronada, y, al parecer, algunos huesos también color marrón. Billordo inclina su cuerpo hacia la derecha analizando el féretro. Luego levanta la mirada hacia el hermano del finado.

-Está en condiciones- le grita.

En pocos minutos los huesos de Leguizamón pasarán a una pequeña urna para que en el nicho donde yace se haga espacio para que su mamá lo comparta con él. Así, estarán juntos de nuevo, en el pequeño cubículo ubicado en la cuarta fila, letra “H”. La eternidad los espera.

Exhumaciones como esta se dan a diario en el colapsado cementerio municipal de Resistencia. “Fallecido que ingresa es porque sí o sí hay que sacar otro”, dice la directora, Mónica Fransac. Como medida provisoria, el municipio decidió hace un tiempo ganar espacio a través del procedimiento denominado “reducción de los restos”, que consiste en retirar lo que queda del muerto -previa autorización de los familiares- y colocarlo en una pequeña caja de madera, que luego se ubicará junto a la tumba de algún pariente.

La intención es también subsanar, en alguna medida, la idea poco iluminada que había puesto en práctica el anterior director, Vicente Sosa, quién al ver que el cementerio estaba apretado como colectivo en hora pico resolvió enterrar a los que nuevos ocupantes en los pasillos del predio. Aparentemente la imagen de gente pisoteando las tumbas no le parecía nada ofensiva.  Y eso no fue todo: cuando las tumbas se vieron cubiertas de yuyos producto de la falta de mantenimiento, Sosa le echó la culpa a la Madre Naturaleza. “Lo que pasa es que son tierras muy fértiles”, dijo en su momento. Poco tiempo después lo echaron del cargo.

Es insólito pero hoy por hoy nadie tiene la más pálida idea de cuántas personas hay enterradas aquí. El único indicio sobre la cantidad de fallecidos que descansan en las nueve hectáreas del predio municipal son las boletas que abonan anualmente los familiares de los difuntos. En la actualidad son 15.000, aunque el número es tramposo. Antes de 1992, la política del directorio era quemar toda la documentación que estaban asentada en los libros, tan solo para ganar espacio en las estanterías de la administración.

En la Argentina, mueren 800 personas al día: 33 por hora, una cada 2 minutos. En el Solano, a poco más de dos semanas de iniciado el 2008, ya son 48 los muertos que ingresaron. Para como está el lugar, el promedio es demasiado alto. Sin embargo, el número es bajo en comparación a los ingresos que se registran todos los años, ya que la media es de seis por día.


NO SOMOS  
NADIE 

Cuando me acerqué a hablar con los inhumadores, no les gustó la idea de salir en un periódico. Miraban a lo lejos y hacían chistes entre ellos: No querían saber nada. Pero don Billordo, después de un rato de verme parado intentando charlar con alguno de ellos, y quizás con cierta lástima, accede a la entrevista.

-Yo le voy a dar la gran nota, después léanla en el diario- les dice.

Sus colegas largan la risotada.

Trabaja cavando tumbas y trasladando huesos desde hace más de 20 años. Tiene 40, nariz importante, la piel curtida por el sol, pulseras rojas en ambas muñecas, el gesto adusto. En vos baja, como confesándose, me cuenta que después tanto tiempo es casi imposible que algo lo conmueva. Ni siquiera cuando le dan la tarea de enterrar a los pequeños ataúdes blancos donde llegan las recién nacidos, el momento en que todo pierde su significado.

El trabajo le viene de familia. Su papá fue inhumador durante 31 años. Hoy está jubilado viviendo en un lugar tan silencioso como el cementerio: El campo. Cuando tenía 11, Billordo vendía agua en el Solano mientras su padre enterraba ataúdes. Allí aprendió los gajes del oficio.

“Ayer saqué un resto, el padre de un amigo mío. Yo lo conocía a ese hombre. Era malo, malo, malo. Era diariero. Lo saqué y pensé: ‘Era tan malo este hombre y ahora fijate lo que es, nada’”, dice Billordo.

Aunque compare su trabajo como el de cualquier oficinista, hubo una vez, una única vez, que realmente sintió el absurdo de la muerte. Tiempo atrás conoció a un indigente que tiritaba de frío en plena vereda. Se acercó a él, y le ofreció dormir en su auto. Un día, el inhumador abrió su auto y vio que el hombre no podía levantarse. Billordo se asustó y lo primero que hizo fue llevarlo al Hospital Perrando para saber que le pasaba. Ese día el hígado del muchacho dijo basta: Murió de cirrosis. Después, cuando trajeron su féretro, tomó la pala con un nudo en el estómago y cavó el pozo donde descansa hoy el hombre. “Eso me afectó mucho”, recuerda.  

El cementerio tiene sus mitos. Voces de noche, ruidos extraños, esas cosas. Los empleados del lugar se ríen cada vez que preguntan sobre eso. Billordo luego de unos segundos, recuerda que algo raro le pasó tiempo atrás. En un mediodía caluroso como hoy, pero hace un par de años, recibió la orden de su jefe de ir a los nichos donde están los bebés, para determinar cuántos lugares había disponibles. “Cuando llego me pongo a anotar: 59, 60, 61,74, y así, los números vacíos. Y siento que llora un bebé. Me di vuelta, y no había nadie. Después le dije al chiquito que no me asuste más, que me pida lo que necesita. Después de ahí, nunca más me molestó”, relata.

El Solano es el fetiche preferido para los que aman la magia negra. Día a día, se encuentran todo tipo de indicios de que alguien espera que a otros les vaya muy mal. Cabezas de gallos, cigarros, pororó, fotos con nombres, manteles rojos con algunos cristales y muñequitos vudú con listones alrededor de su cuerpo, entre otros perturbadores souvenirs. Hace poco, los empleados del cementerio hicieron un curioso hallazgo: Encontraron cintas con nombres de algunos contadores del Tribunal de Cuentas –uno de los organismos de control estatal- colocadas dentro de un frasquito. Los auditores se enteraron aquí de la truculenta revelación.


MUERTOS RICOS/ 
MUERTOS POBRES 

Veinticuatro horas antes de la exhumación de Leguizamón, Billordo me mostró parte de las crudas escenas que ve durante 270 días al año. En ese momento estaban trasladando lo vestigios de lo que fue una quinceañera que murió tres días después de su soñada fiesta de cumpleaños. En el pozo se distinguen algunas telas blancas cubiertas de fango por sobre el fondo del cajón. Es el vestido de su fiesta, me cuenta Billordo. La imagen es por demás triste.

-¿Se nota mucho la diferencia entre muertos ricos y muertos pobres?- le pregunto al enterrador.

- Sí, se nota. Uno rico no va a venir a tierra. Es raro que venga a tierra. Siempre va a un panteón grande, un panteón familiar y, cuando viene, trae dos portacoronas, con unas 40 o 50 coronas.

- ¿Y el pobre?

- El muerto pobre puede tener una corona y una palmita. Más de tres o cuatro coronas no tiene. Y después, a la tierra.

Al igual que en el mundo de los vivos, la concentración de los terrenos se repite con las construcciones de los muertos. Calculo rápido: En tan sólo un panteón se podrían colocar entre seis u ocho nichos. Recorro algunos metros y contabilizo obras de hasta 60 m2,  similares a un pequeño monoambiente.

Si bien actualmente no se admiten más realizar este tipo de emprendimientos, en general, el valor de la parcela, dependiendo de la ubicación y del espacio requerido, oscila en 500 pesos, el terreno pelado. Las construcciones luego se erigen con mármoles finísimos y puertas de vidrio tipo consultorio odontológico, en algunos casos. En el fondo, vitrales con la efigie de Cristo o de María bendiciendo eternamente a los que hacen su último viaje, directo a los pies de Dios.  Ahora, en un panteón hay un pedazo de cartón escrito a mano que asegura que el lugar está en venta. El dueño pide 30.000 pesos, me cuentan. Lo anoto.

Ingresar al Solano cuesta. Son 100 pesos, sólo para ingresar. Luego se paga una cuota anual, que oscila entre los 20 y 40 pesos, dependiendo de donde está alojado el difunto. En el caso de que haya sido trasladado a un nicho mural, donde los restos ya son alojados definitivamente, el costo desciende a 8 pesos por año.

-¿Qué pasa con los que no tienen dinero para pagar?- le pregunto a la directora, Mónica Fransac, quién desde 2003 conduce los destinos del predio.

Toma aire y luego explica:

-Si no tiene solvencia económica, está la posibilidad de que, siempre y cuando vaya a cajón común a tierra, el contribuyente tenga gratis cuatro años, después de eso se le pueden hacer cuotas muy económicas de tres o cuatro pesos anuales, algo más que accesible.

En el suelo, donde los pobres tienen su último refugio obligado, el agua suele complicar las cosas. En épocas de lluvia el cementerio se transforma en una pileta de natación. Varias veces, los directivos del lugar tuvieron que explicarles a los parientes del finado que el ataúd será enterrado bajo agua, porque no hay demasiado tiempo para retenerlo en el depósito. La naturaleza trabaja rápido: Para cuando los cuerpos llegan aquí los procesos de autólisis -que es la ruptura de tejidos por los propios compuestos químicos internos del cuerpo - y de putrefacción, ya se iniciaron.

También hay celebridades en el Solano: Zito Segovia yace en un panteón distinto a todos los demás. Moderno, abierto. No se ve mal: la pintura blanca está bastante uniforme, y hay pocos yuyos a su alrededor. Junto a la sepultura del cantante hay un cofre de vidrio con un librito en su interior. Justo al lado, una pared blanca de cuatro metros de alto con una ventana de 30 por 20 centímetros que da hacia las tumbas que yacen en la tierra.

El histórico dirigente justicialista Deolindo Felipe Bittel, que fuera visitado por Eduardo Duhalde antes de asumir la Presidencia, también descasa aquí. Su panteón es robusto, de un mármol oscuro imponente. Billordo dice que estas sepulturas –la del folclorista y la del político del PJ - están muy abandonadas. A mi no me parecen tan descuidadas, pero no voy a discutirle.


EL FINAL 

Billordo empuja la carretilla con escombros hacia el centro del cementerio, para luego arrojarlos a un costado del camino. A veinte metros, que ahora son dieciséis, que ahora son doce, se distinguen a un grupo de seis personas, algunas lloran. Billordo se acerca al depósito donde acaba de llegar un nuevo difunto. Lo alza con ayuda de Ocampo, quién luego lo transporta en una estructura de metal con dos ruedas a los costados.

El fallecido es un adolescente. Su apellido, Maciel. Quienes conforman el pequeño contingente, se dirigen hacia uno de los pasillos en donde se encuentran los nichos. No tienen consuelo.

Pienso en seguirlos para continuar la crónica. Camino algunos pasos, recordando la vez que estuve aquí despidiendo a uno de los mejores amigos de mi familia. El olor a flores viejas y a humedad.  La sensación de estar caminando hacia la nada. El nudo en la garganta.

Lo pienso de nuevo.

Creo que la nota termina acá. 




*Publicado el 20 de enero de 2008 en elDiario de la Región

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