jueves, 27 de junio de 2013

Una noche con San La Muerte



Si hay algo de lo que estamos completamente seguros es de que vamos a morir. Todos, en algún momento, seremos carne para gusanos y, lamentablemente, no podemos hacer nada para evitar dicha contrariedad. En ese misterio, en esa última barrera que delimita la luz de la oscuridad, o viceversa, está la imagen del santo cuya contextura física es una fiel copia de cómo seremos después de que la naturaleza nos regrese al polvo.

Es martes 14 de agosto al mediodía, doce horas antes del día de San La Muerte. Estoy en plena Villa Encanto, a dos cuadras de la Terminal de ómnibus de Resistencia. Villa Encanto carga consigo la crueldad de los nombres paradójicos: es pobre y, por supuesto, nada encantadora. Es un cúmulo de ranchos fabricados con restos de chapas, algunos tablones, bolsas de consorcios y pancartas políticas; habitada por personas que ahora son los desechos del sistema. Justo por detrás de las casillas, se encuentra una casona propiedad de la familia Guanes Vallejos donde desde hace 20 años se alza un floreciente altar en el cual se venera, pide y agradece a San la Muerte. Este lugar, grande en proporciones aunque bastante austero, es el centro de los festejos que se realizan por el día del cadavérico santo.

En la entrada -una gran galería con escenario incluido- pregunto por doña Laura, la dueña de casa.
-Allá, al fondo – me dice una señora de carnes abultadas que con el dedo señala hacia el patio.
Laura Rosa Vallejos de Guanes es la organizadora de las reuniones por el santo pagano. Ahora, está junto a un par de personas desguazando a mano limpia algunos pollos para la cena de esta noche. Doña Laura tiene cabellos largos con pinceladas grises, arrugas asentadas y ojos cansados. Es que desde el 7 de agosto no para: las fiestas arrancan en esa fecha, con rezos del rosario y chocolate caliente para los chicos y culminan con almuerzo, cena y música en vivo los días 14 y 15. A la dueña de casa se la ve muy ocupada en la preparación de la enorme comilona de esta noche. Estiman que se acercarán unas 150 personas a comer pollos y chorizos acompañados con ensalada rusa. Resulta lógico que no tenga muchas ganas, ni tiempo, de hablar con un periodista.

-Pasá, ahí te atiende mi hijo.

Doña Laura llegó desde Corrientes hace 20 años y se instaló en un rancho en la inmensidad del monte chaqueño junto a su familia. Con la ayuda de Perla Rodríguez, una bonaerense devota del santo, pudo levantar el santuario. Rodríguez, además, colabora todos los años con los Guanes Vallejos mandando juguetes y chocolates para repartir a los chicos durante estas fechas.

Matías Guanes -19 años, ojos pequeños, un San La Muerte colgando de su cuello- me atiende. Vamos hacia el altar por un pasillo repleto de carteles y oraciones al santo. Al final, bajo una luz negra, hay una mesa atiborrada de esqueletos cuyas proporciones oscilan entre los 5 y los 15 centímetros de alto. Están cubiertos por capas rojas portando guadañas de lata y con los ojos encendidos, algunos llevan corona. El altar se ve bastante próspero y barroco.

-¿Quién es San La Muerte?- le pregunto a Matías, con la cumbia a todo dar como cortina musical.

-San la Muerte es un santo como cualquier santo normal. Es una creencia familiar que viene de años: de mis bisabuelos y mis tatarabuelos. Nosotros lo tenemos como un abogado: el defiende lo justo.
Las versiones sobre el origen del Santo de la Buena Muerte o Señor La Muerte son varias. Una de ellas habla de un rey que era tan justo en vida que, cuando murió, Dios lo sentó en un trono rodeado de infinidad de velas. Algunas estaban recién encendidas; otras, a punto de apagarse. Dios le explicó que cada una de esas velas correspondía a la vida de un ser humano y que al extinguirse él debería bajar a la tierra y recoger su alma para guiarla hasta el cielo.

-¿Y que se le pide?

-Se lo utiliza para pedirle para el estudio, para el trabajo, para la salud. Por ahí, en la sociedad tiene mala imagen pero es por lo que se quiere mostrar. El santo no es ni malo ni bueno: la persona que lo tiene es la que lo puede utilizar tanto para el bien como para el mal. En nuestro caso, el nos ayuda para que ayudemos a otros.

Convengamos: San La Muerte no es una figura, si se quiere, políticamente correcta: es un esqueleto con ojos encendidos y una guadaña sangrante en la mano, no muy apto para todo público. De hecho contrasta demasiado con las angelicales imágenes de los santos aceptados por la iglesia católica, quien a la vez no incluye al Señor de la Muerte como miembro del santoral. Además, resulta –dicen- tan cumplidor como vengativo: si no se le cumple lo prometido, desgracias y males se avecinarán cual torrente de agua. El mito reza, por otra parte, que el que talle una imagen de San La Muerte en hueso humano y se la coloque bajo la piel será inmune a las balas. A esto se le suma que si bien el santo es utilizado para conseguir trabajo, ser correspondido en el amor y protegerse contra hechicerías, también se lo utiliza para maldecir a personas y lugares, y hasta para vengarse de algún que otro enemigo molesto.

Sobre eso habla Pedro o San, como le gusta que lo llamen. San vive en Ingeniero Bunge, provincia de Buenos Aires, y apenas supera el metro sesenta. Ojos vidriosos, cabellos más allá de los omóplatos, sombrero de gaucho y varios esqueletos tatuados en brazo y pierna. Su historia es particularmente truculenta: vivió en la calle, robó, se drogó, casi asesinó a una persona jugando con un revólver, sufrió una terrible tuberculosis que por poco lo liquida y, además, casi lo mataron por despecho. Según relata, su ex mujer le dio la orden a su nueva pareja de eliminar a San porque no soportaba verlo con otras. En su casa apareció el sicario, lo acorraló en un rincón y le disparó. Aunque la sangre brotaba sin parar, la bala sólo le había rozado la frente. San, en lugar de ir al hospital, decidió hacer un pacto con San La Muerte que consistió en que él no se iba a mover del piso sanguinolento en donde estaba ahora tirado con la condición de que el Santo lo vengara. Y, al parecer, así fue.

- Pasaron unas semanas y el chabón que me disparó se pegó un tiro en los testículos.

- (…)

- El siempre llevaba la pistola en el cinturón y un día, cuando la iba a sacar para ponerla sobre la mesa, se le salió el tiro.

Por estos días Doña Laura no sólo recibirá a fieles de barrios cercanos sino que también hospedará a visitantes de varias provincias y del exterior. En su hogar esto ya es costumbre: durante casi todos los días del año, y aunque su familia biológica sean cinco (su esposo –un empresario que trabaja en una empresa de encomiendas- su hijo, su madre y su padre) se suele hacer comida para más de diez personas, entre amigos y fieles. Esta vez, como tantas otras, Laura alojará a no menos de cinco devotos que vinieron de otras localidades del país (principalmente de Buenos Aires y Santa Fe) hasta el 16, cuando los festejos por el santo ya sean sólo un recuerdo.

Entre los que se hospedarán durante los próximos dos días de fiesta -además de San- está Leo, un treinteañero de pelo marcial que vive en Capital Federal. Tras sus anteojos Ray Ban y bajo la luz negra del santuario comenta que durante toda su vida siempre estuvo cerca de catástrofes. El mismo día que volaron en mil pedazos la Embajada de Israel tenía que hacer unos trámites justo en frente del local israelí, pero faltó. Dos años después y diez minutos antes que estallara una bomba en la sede de la AMIA cruzó por en frente de la mutual judía en el colectivo que tomaba todos los días para ir a su trabajo. Lo último le sucedió el 30 de diciembre de 2004 cuando estuvo a un paso de entrar a República de Cromañón a ver a Callejeros. “Parece que la muerte está ahí, dando vueltas”, dice. Después de todo eso el ateísmo que profesaba hasta ese entonces no le cerraba tanto y, documental televisivo mediante, conoció al Santo de la Buena Muerte. “Vi como eran las reuniones, como era la gente, agarré mi mochila y me vine para acá. El santo es como un bastón para mí”.

Matías Guanes me invita a que venga esta noche, que se va a poner bueno, que van a venir grupos de cumbia (no se acuerda cuáles) y que van a cenar y a tomar, y que no hay problema, “es muy tranquilo por acá, no pasa nada”.

Los prejuicios suelen ser muy poderosos y ver el asentamiento en penumbras y los pibes, con gorras en plena noche, frente a las precarias casillas suele dar un poquito de cuiqui. Igual, le digo que sí.
A LA NOCHE

Llego a las 22. Salvo por la oscuridad del ingreso a la villa, no hay nada que temer. En realidad casi no hay nadie en la calle. Desde el terraplén, justo al lado del desagüe que separa la Avenida Malvinas Argentinas de Villa Encanto, se siente el retumbar de la cumbia. En la entrada de la casa de los Guanes Vallejos, ahora, está San con una mesita vendiendo merchandising del santo: estampitas, pequeños libritos, llaveros y algunas figuritas en yeso. La casa está adornada con grandes telas en blanco y rojo. Una bandera al costado agradece al santo por los favores recibidos. Unas cincuenta personas, entre las que están comiendo y las que no, disfrutan de la cena. Son pocas, me dicen: más tarde calculan que vendrán unas cien más.

Si no estuvieran colgadas sobre el escenario dos grandes imágenes de esqueletos con guadañas sangrantes sobre un fondo blanco, la velada pasaría tranquilamente como una fiesta de quince o un casamiento. Una gran mesa, de unos siete metros de largo, hecha por varios tablones aloja a una parte de los comensales. El resto está del otro lado del salón en seis mesas redondas. En ellas, gaseosas económicas y vinos; hombres de camisa y jeans, mujeres con vestidos y rush. El rojo (uno de los colores del santo) es el más popular entre los invitados. Chicos chiquitos revoloteando en el medio de la pista de baile, ahora semivacía. Un diyei de saco y remera apoya su codo sobre el escenario y espera, un camarógrafo de vientre amplio cada tanto encandila a las mesas, y un presentador, el hijo de la anfitriona, completan la escena. Matías, ahora, está de riguroso traje con corbata roja y camisa blanca. Mucha cumbia chaqueña suena fuerte. Me invitan a comer y acepto gustoso.

La música se diluye lentamente y Matías agradece a todos su presencia mientras se presta a entonar algunas canciones. Pienso en lo que se viene: las letras que hablan de la bondad del santo, de lo cumplidor y justo que siempre es. Pero no: sobre un karaoke arranca con un tema lento de los setentas que no logro descifrar, luego sigue con uno de Maná, otro de Chayanne, vuelve a Maná, continúa con un par de lentos más y culmina con un popurrí del cordobés Rodrigo. Mientras interpreta un tema que el cuartetero le dedica a un amigo muerto, una morocha veinteañera de flequillo filoso se abraza con él y llora. A mi lado, otra mujer de unos treinta hace lo mismo. Para muchos se cumple un año desde que algún pariente deja este mundo. Cambia el tema, y Matías anima a la morocha a bailar para pasar el momento triste. Y pasa.

Luego de la performance, vuelve la cumbia a los parlantes. El hijo de la anfitriona agradece a todos por estar y la cena continúa. Los cajones de cerveza empiezan a llenar las heladeras y algún que otro vaso. Los chicos chiquitos vuelven a revolotear en el centro de la pista.

Aunque el nombre del santo pagano rememore uno de los hechos más definitivos y temidos por todos, la fiesta desparrama vida por donde se la mire. Baile, comida, más baile, más comida.
Llega la medianoche y doña Laura, vestida entera de un rojo furioso, toma el micrófono y repite tres veces:

- ¡Hoy es San la Muerte! ¡¡Viva San la Muerte!!

-¡¡Viva!!- repiten los invitados.

Luego la misma morocha que abrazó a Matías recita una oración al Santo, único gesto religioso de la reunión.

- Oh, señor San la Muerte, poderoso espíritu esquelético, grande es tu bondad, eficiente son tus intersecciones. Humilde te agradezco, protector de la casa patriarcal, protector de todas las causas, protector de todo mal.  Protector de tus devotos, protector de los desesperados, protector de los pleitos, protector de toda amenaza, patrono de lo imposible, abogado de lo infalible. Guardián de los hogares, guardián de todo tramite, guardián de los que en ti confían, guardián de la Santa Muerte, guardián de la justicia.  Amparo contra toda hechicería, auxilio en los momentos difíciles, sostén de los que te invocan. De toda maldad, líbranos Señor. Ampáranos Señor de toda desgracia.  Protégenos Señor de la Muerte. Amén.
Arriba del escenario de concreto que se eleva a metro y medio del suelo, de a poco aparecen los plomos que van acomodando los micrófonos y los instrumentos para que de un momento a otro se presente el grupo de cumbia norteña Los Rancheros. Ese será el comienzo de una larga noche de baile y bebida hasta que salga el sol.

En una de las mesas del salón, una cincuentona rubia muy arreglada y notablemente mareada golpea, festiva, con un cuchillo una botella de vino vacía al ritmo de una cumbia. “Tic, tic, tic, tic”. El ruido se torna insoportable. Cuando Los Rancheros comienzan a tocar, la mujer le pide a un santafesino que la saque a bailar. El joven, cámara en mano, se retuerce para no ir. La mujer insiste, quiere bailar. El santafesino le indica mi humanidad. La rubia me mira. Y me arranca del asiento. Por algunos segundos somos los únicos en la pista. Hago un intento de baile y los cachetes se me sonrojan y parece que me van a explotar. Luego de unos minutos, salgo del paso y regreso al anonimato de mi silla plástica. En la pista todos danzan, chicos y grandes. Ahora hay un poco más de gente en la casa de los Guanes Vallejos, no mucha. De todas maneras, pienso, esto va a seguir así hasta el amanecer. Son las 12.30: me voy a dormir.

¿Por qué una imagen que refleja el final de los tiempos puede ser tan adorada y querida? Quizás, luego de escuchar a tantos devotos decir que San La Muerte les cambió la vida, que desde que lo veneran están mejor económica, familiar y amorosamente, pienso que la explicación de la muerte como fin de la existencia no puede ser la única. Encuentro otra en un librito de veintisiete páginas que San me vendió por cinco pesos a la salida de la fiesta. El libro –escrito por un tal Abel Brozzi- dice que según el Tarot de Marsella la imagen de la muerte es la carta número trece de veintiséis naipes que se utilizan para adivinar la suerte. No es el final: no predice un accidente inminente, ni una enfermedad incurable. La carta representa la esperanza de una profunda transformación: como una segunda oportunidad.
                               

*Publicado en 2007 en el número 7 de la revista Cuna

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