El 24 de junio de 2007, unas 70 personas viajamos a Misión
Nueva Pompeya para llevar alimentos, remedios y ropa a los aborígenes y
criollos del lugar, en el marco de una campaña solidaria organizada por el
periodista radial Manolo Bordón y el empresario gastronómico Pichón Báez. En el día del fallecimiento de Manolo, rescato esta nota que hice en ese momento y que hasta ahora no la había publicado.
Durante
todo el trayecto, desde Misión Nueva Pompeya hasta uno de los parajes aledaños,
Marcela, una maestra jardinera del barrio Golf Club, llora desconsoladamente. Lo
que ve en esta parte de El Impenetrable es demasiado para ella. “Lo que hacemos
acá es una gota de agua en el desierto”, consuela Graciela a su compañera de
viaje. La campaña solidaria “Invierno caliente
para los chicos del impenetrable” es sólo eso: una gota.
Unas
70 personas participaron del viaje que tuvo como organizadores al periodista
radial Manolo Bordón y al empresario gastronómico Pichón Báez. La campaña consistió en llevar ropa, alimentos,
libros, medicamentos, juguetes y demás artículos de primera necesidad a los
aborígenes y criollos de Nueva Pompeya y los parajes más cercanos, en el
corazón de El Impenetrable chaqueño.
Estamos
en plena ruta provincial Nº 9. Son las cuatro de la mañana del 24 de junio y
comienza el tramo más complicado. Para llegar al destino previsto se deben
viajar 480 kilómetros
desde la capital de Chaco. En esa distancia se incluyen los últimos 206 de camino de tierra que hay hasta Nueva Pompeya. El
terror que genera viajar de noche por ese interminable tramo polvoriento y maltrecho
no tiene comparación.
Dentro
de la trafic, todos los pasajeros estiran sus cuellos para ver qué pasa más
allá del parabrisas. Los que completan la caravana -ya sea en el interno de la
línea 9, el colectivo de la policía de Chaco o en el auto de Bordón- hacen lo
propio. Lo que se percibe es sólo una densa nube de polvo y tierra que deja entrever
unos 10 metros
de camino hacia adelante. Nada más. A los costados, un espeso monte amenaza con
comerse la ruta. Poco podría hacer el chofer si se atravesara algún animal en el
camino.
La
caravana llega al pueblo ni bien aparecen los primeros rayos de luz que se
cuelan entre las densas y golosas nubes que amenazan con el diluvio. El frío es intenso y por eso mucha gente
queda arriba de los vehículos. Minutos después vamos a desayunar.
El
restaurante es muy simple. Dos mesas grandes nos esperan con cafés y facturas
con crema en un salón pequeño con televisión y DVD. Mientras el contingente
engulle con ansias, llega el intendente. Vicente González es radical, retacón y
macizo. No desentonaría como patovica en la puerta de algún boliche. Lleva
campera de cuero, jeans, camisa y un celular Motorola V3, que usará
constantemente durante las nueve horas que durará nuestra estadía. Se para y
habla, un tanto nervioso, al grupo de visitantes. Tropieza con las palabras mientras
se frota las manos. “Les agradecemos el
esfuerzo por venir a ayudar. Desde el municipio hacemos lo que podemos para solucionar
los problemas de la gente, pero no alcanza”, reconoce.
Fuera
de allí nos dirigimos al edificio de la antigua Misión Franciscana, declarada Monumento
Histórico Nacional en 1985, para comenzar a repartir lo que se trajo. Construido
en 1899, este edificio es un vestigio del trabajo social que realizaron los
misioneros, encabezados por el Fray Bernabé Tombolleo, junto a las comunidades
aborígenes locales.
El
pueblo fue fundado en 1900 luego de que el presidente de la “matanza en el
desierto”, Julio A. Roca, cediera a los franciscanos unas 20.000 hectáreas
para “evangelizar a los indígenas”. En 1935 Nueva Pompeya llegó a su esplendor
en términos productivos y de organización social. Hasta que en 1941 una
profunda sequía, que se extendió por varios años, provocó que la vida en esta zona
se haga mucho más difícil. En 1949 los franciscanos abandonaron el lugar, aunque
una gran población de aborígenes continúa morando en estas tierras hasta el día
de hoy.
Imágenes
Frente
a la Misión está la única plaza del pueblo. A un costado: la escuela primaria,
la municipalidad y una sucursal del Banco del Chaco que funciona sólo ocho días
al mes. Las casas particulares que se ven a su alrededor son muy sencillas:
ladrillos y cemento. Muy pocas tienen el frente pintado. Toda esta imagen se
completa con las constantes cortinas de tierra, en un día demasiado ventoso.
Una
gran parte de las 3800 almas que
habitan este lugar reciben a los extranjeros con la intención de conseguir algo
que los ayude a sobrevivir algunos días. Es que aunque uno de los camiones está
repleto de comida, el alimento que se dará a cada familia les durará, como
mucho, una semana. Un litro de aceite, un kilo de yerba, un paquete de fideos,
un kilo de arroz, una bolsita de azúcar, un kilo de grasa y dos bolsas de leche
en polvo conforman el grupo de mercaderías que se les entrega. Esto, para un
grupo familiar de siete u ocho personas, se va en un suspiro. La ropa de abrigo
y los medicamentos son el punto fuerte de las donaciones. Sin dudas tendrán mayor
tiempo de utilidad.
Dentro
del edificio de la Misión,
seis mujeres de Resistencia cortan el cabello a chicos y a grandes. Los “clientes” tienen la mirada perdida
mientras las mujeres preguntan si “¿está bien o más corto?”. Ellos responden en
voz muy baja. En la puerta de la improvisada peluquería unas 30 personas
esperan su turno.
Minutos
después, el colectivo de la línea 9 se ubica por detrás del municipio junto con
los dos camiones que traen las donaciones. Cuando Bordón y otros coordinadores
comienzan a debatir la forma en que se repartirán las mercaderías, casi todo el pueblo espera demasiado cerca de los
vehículos de carga.
Hay
impaciencia y tensión entre los aborígenes y criollos que aguardan la entrega. Muchos
pobladores no creen que esto tenga ribetes netamente benéficos. Es que, según
los lugareños, por estos pagos, el clientelismo político (léase favores por votos) es tan común como el mate
con tortas fritas. “A los que son peronistas no les van a dar nada, siempre
pasa lo mismo”, vaticinan. El dato se repite en voces tan distintas y distantes entre sí que transforma
al rumor en un hecho bastante probable.
Mientras
Bordón dirige las acciones, un
pequeño grupo de aborígenes se acerca al periodista para explicarle la
preocupación que les trae tantas historias de favoritismos a la hora de
repartir donaciones. “El intendente les da sólo a los que son radicales”, denuncia,
nervioso, un hombre del pueblo. “El intendente no va a tocar una sola bolsa.
Todo esto vamos a repartir nosotros, así que quedate tranquilo que va a haber
para todos”, responde enérgico Bordón. El hombre da media vuelta y se va.
Desde
la plaza, Juana observa lo que sucede en la Misión. Concuerda
en que la práctica clientelar es una peste generalizada en estas áridas tierras
y cuenta cómo la forzaron a afiliarse al partido radical con la promesa de la
casa propia, que ocho años después continúa esperando. Juana tiene 23 años,
pero su semblante es el de una cuarentona. La profundidad de sus arrugas, su
rostro anguloso y la ausencia de varios dientes dibujan una apariencia de
alguien que duplica su edad. Esto es algo que se repite en cada uno de los habitantes
de Nueva Pompeya. Las caras mienten: los aborígenes de mediana edad parecen
ancianos.
El Pozo
La
selección y distribución de mercadería continúa en el patio del municipio. Una
buena parte de aquellas se envía a tres parajes cercanos a la Misión. Un grupo
de al menos diez personas nos dirigimos a “Pozo El Toba”, a unos 10 kilómetros de
allí. Al llegar al lugar, un grupo variopinto recibe a los visitantes. A Bordón
y a su mujer les dan algunos obsequios: para él, dos cintos y un pájaro
carpintero hecho en arcilla; para ella, un par de aros y un collar. El
periodista es muy querido en el paraje: su estrecha amistad con uno de los
líderes de la comunidad (ya fallecido) es motivo de respeto y afecto entre los
habitantes.
El
paraje consiste en algunas pequeñas casas hechas de adobe, una escuela primaria
y una iglesia evangelista muy precaria que funciona como punto de reunión de la
gente del lugar. No hay luz ni agua corriente. Los habitantes de “Pozo El Toba”
sacian su sed en una laguna cercana. El centro de salud funciona sólo los
martes y jueves.
Mientras
Bordón y los colaboradores reparten
los artículos entre las jefas de familia, recorremos el lugar con Diego, un
joven de 20 años que vive allí con su mujer y sus dos hijos. Es tímido y habla
en un tono casi inaudible. Tiene una casita de dos por dos, hecha con barro y
ladrillos, cubierta por un techo de chapa. A tres metros de su hogar, tiene dos
pequeños toldos bajo los cuales hace el fuego para cocinar o calentar el agua. Como
telón de fondo se alzan frondosos árboles y enormes tunas.
El
suelo árido que pisamos es sólo uno de los escollos que deben sortear los
habitantes de la zona para sembrar algunas verduras. El otro son los animales
salvajes. Diego se queja de que las vizcachas devoran todo lo que siembra.
“Intenté con lechugas y zapallos pero con las vizcachas no se puede”, dice y
señala los huecos que dejan en la tierra los condenados roedores.
Minutos
después, volvemos al pueblo.
En
el patio de la Misión, los payasos Bocha y Tripa atraen a una pequeña multitud de
chicos que se apretujan para verlos. “En el cielo las estrellas/en el campo las
espinas/ y en el medio de tu pecho/ una pulga te camina”, recita el Tripa. Los pibes estallan.
Dentro
del edificio se comienza a repartir leche, ropa, juguetes y golosinas. Pichón Báez es una de las voces que
organiza las acciones. “Dale mamita, vamooos”, agiliza Pichón. Báez vivía en Nueva Pompeya pero por problemas de salud de
sus hijos tuvo que radicarse en Resistencia. En el pueblo es muy querido al
punto de que en la fachada de la ex Misión franciscana se lee la bandera que
reza: “Gracias Manolo y Pichón”.
Flashes
Para
las 15, ya queda poco por repartir. Comemos un asado pagado por el intendente González
que agradece una y otra vez la presencia de los visitantes. Ya con el estómago
lleno, Bordón exige al grupo que conozca el Río Bermejito. “No nos podemos ir sin verlo”, grita Manolo
al contingente que está presto a partir hacia Resistencia. Unos mil metros nos
separa de uno de los brazos de ese río que durante gran parte del año se
mantiene totalmente seco.
Allí,
jugando con sus amigos, se encuentra Romina. Tiene 9 años pero aparenta la
mitad. “El año pasado la vimos y no creció nada”, me cuenta la periodista Alejandra
Leguizamón.
Romina
está con los pies descalzos a orillas del agitado río.
Los
flashes se suceden.
A
Romina le encanta las cámaras que la apuntan.
Sonríe.
No
entiende cuál es el significado de tanta atención.
Para
ella es sólo un juego.
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