martes, 8 de julio de 2014

Un viaje a El Impenetrable con Manolo Bordón


El 24 de junio de 2007, unas 70 personas viajamos a Misión Nueva Pompeya para llevar alimentos, remedios y ropa a los aborígenes y criollos del lugar, en el marco de una campaña solidaria organizada por el periodista radial Manolo Bordón y el empresario gastronómico Pichón Báez. En el día del fallecimiento de Manolo, rescato esta nota que hice en ese momento y que hasta ahora no la había publicado. 



Durante todo el trayecto, desde Misión Nueva Pompeya hasta uno de los parajes aledaños, Marcela, una maestra jardinera del barrio Golf Club, llora desconsoladamente. Lo que ve en esta parte de El Impenetrable es demasiado para ella. “Lo que hacemos acá es una gota de agua en el desierto”, consuela Graciela a su compañera de viaje. La campaña solidaria “Invierno caliente para los chicos del impenetrable” es sólo eso: una gota.
Unas 70 personas participaron del viaje que tuvo como organizadores al periodista radial Manolo Bordón y al empresario gastronómico Pichón Báez. La campaña consistió en llevar ropa, alimentos, libros, medicamentos, juguetes y demás artículos de primera necesidad a los aborígenes y criollos de Nueva Pompeya y los parajes más cercanos, en el corazón de El Impenetrable chaqueño.
Estamos en plena ruta provincial Nº 9. Son las cuatro de la mañana del 24 de junio y comienza el tramo más complicado. Para llegar al destino previsto se deben viajar 480 kilómetros desde la capital de Chaco. En esa distancia se incluyen los últimos 206 de camino de tierra que hay hasta Nueva Pompeya. El terror que genera viajar de noche por ese interminable tramo polvoriento y maltrecho no tiene comparación.
Dentro de la trafic, todos los pasajeros estiran sus cuellos para ver qué pasa más allá del parabrisas. Los que completan la caravana -ya sea en el interno de la línea 9, el colectivo de la policía de Chaco o en el auto de Bordón- hacen lo propio. Lo que se percibe es sólo una densa nube de polvo y tierra que deja entrever unos 10 metros de camino hacia adelante. Nada más. A los costados, un espeso monte amenaza con comerse la ruta. Poco podría hacer el chofer si se atravesara algún animal en el camino.
La caravana llega al pueblo ni bien aparecen los primeros rayos de luz que se cuelan entre las densas y golosas nubes que amenazan con el diluvio.  El frío es intenso y por eso mucha gente queda arriba de los vehículos. Minutos después vamos a desayunar.
El restaurante es muy simple. Dos mesas grandes nos esperan con cafés y facturas con crema en un salón pequeño con televisión y DVD. Mientras el contingente engulle con ansias, llega el intendente. Vicente González es radical, retacón y macizo. No desentonaría como patovica en la puerta de algún boliche. Lleva campera de cuero, jeans, camisa y un celular Motorola V3, que usará constantemente durante las nueve horas que durará nuestra estadía. Se para y habla, un tanto nervioso, al grupo de visitantes. Tropieza con las palabras mientras se frota las manos.  “Les agradecemos el esfuerzo por venir a ayudar. Desde el municipio hacemos lo que podemos para solucionar los problemas de la gente, pero no alcanza”, reconoce.
Fuera de allí nos dirigimos al edificio de la antigua Misión Franciscana, declarada Monumento Histórico Nacional en 1985, para comenzar a repartir lo que se trajo. Construido en 1899, este edificio es un vestigio del trabajo social que realizaron los misioneros, encabezados por el Fray Bernabé Tombolleo, junto a las comunidades aborígenes locales.
El pueblo fue fundado en 1900 luego de que el presidente de la “matanza en el desierto”, Julio A. Roca, cediera a los franciscanos unas 20.000 hectáreas para “evangelizar a los indígenas”. En 1935 Nueva Pompeya llegó a su esplendor en términos productivos y de organización social. Hasta que en 1941 una profunda sequía, que se extendió por varios años, provocó que la vida en esta zona se haga mucho más difícil. En 1949 los franciscanos abandonaron el lugar, aunque una gran población de aborígenes continúa morando en estas tierras hasta el día de hoy.

Imágenes
Frente a la Misión está la única plaza del pueblo. A un costado: la escuela primaria, la municipalidad y una sucursal del Banco del Chaco que funciona sólo ocho días al mes. Las casas particulares que se ven a su alrededor son muy sencillas: ladrillos y cemento. Muy pocas tienen el frente pintado. Toda esta imagen se completa con las constantes cortinas de tierra, en un día demasiado ventoso.
Una gran parte de las 3800 almas que habitan este lugar reciben a los extranjeros con la intención de conseguir algo que los ayude a sobrevivir algunos días. Es que aunque uno de los camiones está repleto de comida, el alimento que se dará a cada familia les durará, como mucho, una semana. Un litro de aceite, un kilo de yerba, un paquete de fideos, un kilo de arroz, una bolsita de azúcar, un kilo de grasa y dos bolsas de leche en polvo conforman el grupo de mercaderías que se les entrega. Esto, para un grupo familiar de siete u ocho personas, se va en un suspiro. La ropa de abrigo y los medicamentos son el punto fuerte de las donaciones. Sin dudas tendrán mayor tiempo de utilidad.
Dentro del edificio de la Misión, seis mujeres de Resistencia cortan el cabello a chicos y a grandes.  Los “clientes” tienen la mirada perdida mientras las mujeres preguntan si “¿está bien o más corto?”. Ellos responden en voz muy baja. En la puerta de la improvisada peluquería unas 30 personas esperan su turno. 
Minutos después, el colectivo de la línea 9 se ubica por detrás del municipio junto con los dos camiones que traen las donaciones. Cuando Bordón y otros coordinadores comienzan a debatir la forma en que se repartirán las mercaderías, casi todo el pueblo espera demasiado cerca de los vehículos de carga.
Hay impaciencia y tensión entre los aborígenes y criollos que aguardan la entrega. Muchos pobladores no creen que esto tenga ribetes netamente benéficos. Es que, según los lugareños, por estos pagos, el clientelismo político (léase favores por votos) es tan común como el mate con tortas fritas. “A los que son peronistas no les van a dar nada, siempre pasa lo mismo”, vaticinan. El dato se repite en voces  tan distintas y distantes entre sí que transforma al rumor en un hecho bastante probable.
Mientras Bordón dirige las acciones, un pequeño grupo de aborígenes se acerca al periodista para explicarle la preocupación que les trae tantas historias de favoritismos a la hora de repartir donaciones. “El intendente les da sólo a los que son radicales”, denuncia, nervioso, un hombre del pueblo. “El intendente no va a tocar una sola bolsa. Todo esto vamos a repartir nosotros, así que quedate tranquilo que va a haber para todos”, responde enérgico Bordón. El hombre da media vuelta y se va. 
Desde la plaza, Juana observa lo que sucede en la Misión. Concuerda en que la práctica clientelar es una peste generalizada en estas áridas tierras y cuenta cómo la forzaron a afiliarse al partido radical con la promesa de la casa propia, que ocho años después continúa esperando. Juana tiene 23 años, pero su semblante es el de una cuarentona. La profundidad de sus arrugas, su rostro anguloso y la ausencia de varios dientes dibujan una apariencia de alguien que duplica su edad. Esto es algo que se repite en cada uno de los habitantes de Nueva Pompeya. Las caras mienten: los aborígenes de mediana edad parecen ancianos.

El Pozo
La selección y distribución de mercadería continúa en el patio del municipio. Una buena parte de aquellas se envía a tres parajes cercanos a la Misión. Un grupo de al menos diez personas nos dirigimos a “Pozo El Toba”, a unos 10 kilómetros de allí. Al llegar al lugar, un grupo variopinto recibe a los visitantes. A Bordón y a su mujer les dan algunos obsequios: para él, dos cintos y un pájaro carpintero hecho en arcilla; para ella, un par de aros y un collar. El periodista es muy querido en el paraje: su estrecha amistad con uno de los líderes de la comunidad (ya fallecido) es motivo de respeto y afecto entre los habitantes.
El paraje consiste en algunas pequeñas casas hechas de adobe, una escuela primaria y una iglesia evangelista muy precaria que funciona como punto de reunión de la gente del lugar. No hay luz ni agua corriente. Los habitantes de “Pozo El Toba” sacian su sed en una laguna cercana. El centro de salud funciona sólo los martes y jueves.
Mientras Bordón y los colaboradores reparten los artículos entre las jefas de familia, recorremos el lugar con Diego, un joven de 20 años que vive allí con su mujer y sus dos hijos. Es tímido y habla en un tono casi inaudible. Tiene una casita de dos por dos, hecha con barro y ladrillos, cubierta por un techo de chapa. A tres metros de su hogar, tiene dos pequeños toldos bajo los cuales hace el fuego para cocinar o calentar el agua. Como telón de fondo se alzan frondosos árboles y enormes tunas.
El suelo árido que pisamos es sólo uno de los escollos que deben sortear los habitantes de la zona para sembrar algunas verduras. El otro son los animales salvajes. Diego se queja de que las vizcachas devoran todo lo que siembra. “Intenté con lechugas y zapallos pero con las vizcachas no se puede”, dice y señala los huecos que dejan en la tierra los condenados roedores.
Minutos después, volvemos al pueblo.
En el patio de la Misión, los payasos Bocha y Tripa atraen a una pequeña multitud de chicos que se apretujan para verlos. “En el cielo las estrellas/en el campo las espinas/ y en el medio de tu pecho/ una pulga te camina”, recita el  Tripa. Los pibes estallan.
Dentro del edificio se comienza a repartir leche, ropa, juguetes y golosinas. Pichón Báez es una de las voces que organiza las acciones. “Dale mamita, vamooos”, agiliza Pichón. Báez vivía en Nueva Pompeya pero por problemas de salud de sus hijos tuvo que radicarse en Resistencia. En el pueblo es muy querido al punto de que en la fachada de la ex Misión franciscana se lee la bandera que reza: “Gracias Manolo y Pichón”.

Flashes
Para las 15, ya queda poco por repartir. Comemos un asado pagado por el intendente González que agradece una y otra vez la presencia de los visitantes. Ya con el estómago lleno, Bordón exige al grupo que conozca el Río Bermejito.  “No nos podemos ir sin verlo”, grita Manolo al contingente que está presto a partir hacia Resistencia. Unos mil metros nos separa de uno de los brazos de ese río que durante gran parte del año se mantiene totalmente seco.
Allí, jugando con sus amigos, se encuentra Romina. Tiene 9 años pero aparenta la mitad. “El año pasado la vimos y no creció nada”, me cuenta la periodista Alejandra Leguizamón.
Romina está con los pies descalzos a orillas del agitado río.
Los flashes se suceden.
A Romina le encanta las cámaras que la apuntan.
Sonríe.
No entiende cuál es el significado de tanta atención.
Para ella es sólo un juego.










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